lunes, 18 de febrero de 2008

"El amor echa fuera el temor"

Pocos protagonistas pueden jactarse de haber dado título a la historia que les dio vida, Rebeca es una de ellos.
En un lugar de Costa Rica, donde se vive el ardor y se respira el aliento del mar Caribe (a pesar de que la cédula de los oriundos dice que aun ahí es Cartago), Rebeca, joven mujer de 25 años, delgada, con la piel coloreada por el sol, se sienta en el piso del corredor de su casa a contemplar el espacio donde hace tan solo unos meses existió un colorido jardín.
El jardín de Rebeca tenía de todo: rosas, margaritas, flores de muerto, matas de café, vástagos, lirios y una cantidad de flores irreconocibles que aportaban color al caos de la fachada.
Pues, de un plumazo el jardín desapareció.
Ahí estaba Rebeca, contemplando el jardín que ya no está. En sus manos se puede ver un espejo redondo, en su luna nunca se ven reflejadas las pobladas cejas que enmarcan los ojos de Rebeca, no, ella finge, nunca se depila las cejas, ni siquiera se mira en el espejo; si Elena, su madre, fuera más observadora, vería que las cejas siempre están pobladas, que el arco nunca ha estado definido. No, Rebeca nunca se ha mirado en ese espejo.

Del otro lado del río.

Armando es joven, más de lo que parece, pero el sol es cruel y le ha sumado algunos años, los mosquitos no duermen, lo persiguen como una penitencia a donde vaya y las cajuelas de café en su espalda pesan cada vez más, aunque valen menos; su bigote, apenas punteado, le da un aire a retrato antiguo y le suma unos años más.
Un día Armando sale de su casa, cuestión nada fácil pues debe salir a caballo, dejarlo a la orilla del río, cruzar el río por el andarivel y caminar 7 kilómetros para llegar a la orilla de la calle por donde pasa el bus que lo llevará a su destino. Pero, este es un día diferente, Armando sabe que el viaje vale la pena, un destello de luz en la mañana se lo confirmó: "hoy es el gran día".

De este lado del río.

Es el año 2007, pero Rebeca no puede salir sola de su casa, en su cuarto se dispone a dejar todo acomodado, mientras aparece la tía que la acompañará a hacer los mandados. Su papá y su hermano se encuentran en la finca trabajando. Su madre en la cocina, preparando el almuerzo, Rebeca nunca participa de esa tarea, su padre dispuso que no aprenda oficios domésticos, "porque al rato y se le pueda ocurrir casarse... si al hombre se le llega por el estómago, ningún tonto se interesará en ella.

A Armando le gusta cocinar.

La tía se tarda más de lo esperado, pero Elena no puede estar sin su medicina, decide arriesgarse y pedirle a Rebeca que vaya sola a recogerla, pero debe regresar pronto, antes de que su padre vuelva del trabajo, si la encontrara sola en la calle, podría repetir aquella escena que todos quieren olvidar.
Rebeca saca su espejo para retocar sus cejas por última vez antes de irse.
Se despide con prisa, con el valor que da una última oportunidad, correrá los cuatro kilómetros que la separan de la carretera principal con tal de no ser descubierta.
Armando camina con rapidez, casi corre, casi vuela, si su primo le hubiera prestado la moto todo sería más sencillo pero hoy no, ni modo. Mientras, su mente está muy lejos, a más de un año de ahí.

El principio.

Era un día muy caluroso, como todos en ese pueblo, en la misa mensual no cabe un alma más, pero Armando se resiste a salirse de la iglesia sin la bendición. El sacerdote hace una inesperada pausa antes del esperado “podeis ir en paz” para dar la palabra a una joven, la mujer tímidamente alza la voz para invitar al pueblo a la próxima graduación de la escuela.
Armando frunce el ceño, no escucha bien y además no entiende cómo puede sobrevivir esa mujer dentro de su sauna portátil: un vestido de pana verde, desde el cuello hasta los tobillos.
A la salida de misa, Armando se acerca a la chica con cierta curiosidad, ella habla con otras mujeres pero Armando irrumpe en la conversación.

- Disculpe, ¿ A qué hora es la graduación?

Rebeca no entiende porqué todo el mundo se mete en su vida, ninguna decisión ha sido nunca suya. A su alrededor las vecinas se disputan por decidir cómo se hará el acto de graduación, nadie parece recordar que ella es la maestra de ceremonia oficial designada directamente por el maestro, solo ese joven que se dirige a ella: - Disculpe, ¿ A qué hora es la graduación?
Roja de vergüenza, Rebeca se percata de que no dijo la hora del acto de graduación en su aviso parroquial.
Mientras, Armando expectante contempla su rostro enrojecido, sus cejas pobladas, sus ojos tan despiertos, sus labios tan rojos... que se abren para decir, con un hilo de voz: “ a las cuatro, en el comedor de la escuela”
En ese momento, María, la tía de Rebeca, interrumpe para preguntarle a Armando por su familia, al parecer unos viejos conocidos, Armando responde sin prestar mucha atención a lo que pregunta la tía, él no puede dejar de mirar a Rebeca, le sorprende como en tan pocos minutos su expresión pasó de vergüenza a sorpresa, ahora pálida, Rebeca contempla la conversación desde el limbo de sus pensamientos.
María, la tía, se percata del descarado interés de Armando en su sobrina, y con una pregunta despierta a los dos de su trance:

- ¿Ustedes se conocen?

Armando nunca dejó de mirar de esa forma a Rebeca, ni en la graduación, ni en misa, ni en las pocas ocasiones que se cruzaron por la calle polvorienta, sentía una profunda curiosidad por conocerla, por preguntar, por entender... pero no era fácil.
Se las arregló para acercarse, para evadir a la tía omnipresente. Para cifrar sus sentimientos, para compartir sus pretensiones.
Pero, Rebeca no daba respuestas concretas, solo una:

- Tiene que hablar con mi papá.

Ese día Armando no se esmeró en su apariencia, más bien dedicó todo su tiempo a ensayar sus palabras, sus gestos, sus argumentos. Llegó a la pulpería de José, el papá de Rebeca, con el único bien que tenía: su valor.
José escuchó al recién llegado sin mover un músculo. Armando terminó su petición y esperó en silencio, el segundo inmediato fue eterno, José se acercó tanto a su cara que podía ver perfectamente las manchitas amarillas que inundaban los ojos verdes desteñidos y coléricos de José.
- No gracias, todavía puedo mantener a mi hija. Fue la única respuesta de José, luego giró sobre sus talones y desapareció por la puerta.

En la guerra y el amor... todo se vale

La vigilancia de la tía fue redoblada y las salidas a la calle disminuidas, pero nada paraba la constancia de Armando, cualquier persona podría ser un mensajero, las cartas de amor iban y venían, la redacción no era la mejor, pero los sentimientos siempre fueron claros. Pronto el papel dejó de aguantar el peso y Armando pasó de las palabras a los hechos. En la última carta planteó una cita y una estrategia.
Rebeca esperó a que se apagaran todas las luces de su casa, sin hacer ruido se cambió de ropa, se maquilló y se arregló como nunca, no había terminado de perfumarse cuando escuchó un pequeño golpeteo en su ventana, corrió la cortina y encontró del otro lado una sonrisa cómplice.
A partir de ese día, Rebeca y Armando siguieron viéndose a escondidas, en la oscuridad de la noche. Armando se escurría por la plaza del pueblo hasta internarse en el frondoso jardín de Rebeca. El golpeteo en la ventana detenía por unos segundos el corazón de Rebeca que se desbocaba luego cuando corría la cortina.
Por la celosía abierta, se juntaban un tanto incómodas, sus manos. Armando aprendió a acariciar las manos de Rebeca con una delicadeza que antes no conocía, memorizó cada uno de sus detalles, tanto que podía dibujarlas con los ojos cerrados. Ella era feliz solo con la posibilidad del contacto, solo con saberse correspondida.
Así pasaron meses, conociéndose, contemplándose entre las rejas de las ventanas, contándose su vida a susurros, en la penumbra de la noche tomados de la mano.
Un golpe sordo los sobresaltó, Armando pudo ver la silueta de José, que se acercaba con un gran cuchillo en la mano.
Rebeca gritó primero a su padre para que no lo hiciera y luego a Armando para que escapara. Para Armando el tiempo se congeló, miró como José salía de la casa, el cuchillo afilado destellaba, pero ni siquiera se movió, vio su tono amenazante pero no escuchaba lo que le decía, de pronto el llanto de Rebeca que le rogaba que se fuera lo sacó de su limbo, con un movimiento involuntario le dio la espalda y empezó a caminar despacio, sin miedo, sin prisa. José se detuvo en el último momento, la rabia y el desconcierto por la actitud de Armando no lo dejaban pensar. Rebeca miró por la ventana como Armando se alejaba y ahí decidió que no lo perdería.

La esperanza es lo último que se pierde.

Por primera vez Armando no supo qué hacer, no podía renunciar pero no sabía cómo seguir. Decidió esperar sin saber muy bien qué esperaba.
Rebeca tuvo que cambiar de cuarto y por primera vez en su vida faltó a la misa mensual. El jardín se empezó a secar.
Así pasaron dos meses de piedra, el nombre de Armando no se volvió a escuchar, el mutismo a la hora de la cena era insoportable. Rebeca no dejó de comer, no dejó de dormir, pero tampoco dejó de pensar en Armando.
Con el paso de las semanas recobró la poca confianza de su familia y volvió a salir con María, así supo que fue su tío quien delató a Armando y que él había intentado por todos los medios enviarle cartas, pero la historia del cuchillo ya era conocida por todo el pueblo y nadie quería arriesgarse.
Rebeca fingió que no le importaba y le hizo creer a todos que había olvidado a Armando. Pronto corrió el rumor de que Rebeca estaba enamorada del mandador de la finca, un hombre casado, jefe del padre de Rebeca, un chisme demasiado jugoso como para pasar desapercibido en un pueblo tan pequeño.
La historia de Armando pasó a segundo plano ya nadie parecía acordarse de él.

El espejo

De pronto Rebeca empezó a interesarse por arreglarse en el corredor de la casa con un espejo, pasaba horas contemplándose, peinándose sus frondosas cejas, Elena no entendía esa repentina vanidad y empezó a sospechar que Rebeca esperaba en el corredor para ver pasar al mandador de la finca, eso la llenaba de preocupación pero no sabía cómo planteárselo a su esposo.
Extrañamente Rebeca y Armando empezaron a coincidir en los lugares más insospechados, las pocas veces que Rebeca salió de su casa en los meses próximos siempre se encontró con Armando, pero sus padres nunca lo supieron.
Rebeca y Armando tenían un secreto muy bien guardado.
Todos los días en la mañana, Rebeca salía al corredor con su espejo, allá, del otro lado del río, a kilómetros de distancia un destello respondía.
Nadie sabe cómo, lo cierto es que Rebeca y Armando se comunicaban con espejos. Destellos van, destellos vienen, un código secreto que solo ellos conocen.
Pero nunca falló.
Ese día, Elena necesitaba su medicina, pero María se tardó demasiado. Por primera vez, después de muchos meses, le permitió a Rebeca salir sola de su casa para que fuera a traer la medicina. Rebeca toma su espejo por última vez, con un reflejo apresurado convoca a Armando al lugar indicado, “hoy es el gran día”.
Rebeca se tarda más de lo acordado, Elena no sabe qué hacer, cuando José se entera va a buscarla. En la parada del autobús, José planea el castigo que le dará, pero Rebeca no llega.
En el último autobús aparece una vecina, que trae la medicina de Elena, Rebeca ya no volverá.
Armando no tiene mucho que ofrecer, Rebeca tiene solo lo que trae puesto, pero ambos son libres y eso es suficiente.
Unos meses después, Rebeca corta unas florecillas blancas en su nuevo jardín, en unas horas adornarán el altar de la iglesia donde se celebrará la boda más esperada del pueblo.
La iglesia adornada para la ocasión, estaba abarrotada, sin embargo, el espacio de los padres de la novia nunca fue ocupado.
En el altar, Armando espera impaciente.
Por la puerta aparece Rebeca, radiante en su vestido blanco. Antes de unirse con Armando, echa un último vistazo al techo, ahí cuelga su frase preferida, la que quiso compartir con todos los que presenciaron la boda: “el amor echa fuera el temor”.







Historia verdadera, yo estuve ahí.